martes, 10 de abril de 2012

El niño negro que quería ser blanco


Una de las ventajas de tener un amigo cuyo hermano es mucho mayor que él es poder investigar en las cosas que ocuparan su infancia y que te parecen muy distintas a las tuyas, casi como si del día a día de alguna generación perdida se tratase. En mi caso, las publicaciones  infantiles de mi época me parecen ahora terriblemente moñas, pero los de la época del hermano de mi amigo eran sencillamente surrealistas, o eso nos parecía: tebeos de héroes de cartón piedra y moralina rancia, con colores denostados antes de lo Pop (cuando los había), guerreros incansables pero inexplicablemente atractivos para sus compañeros de historia por lo pesados que resultaban ser… una galería que no podía ser siniestra por lo cándida, y que siempre me hizo pensar en que quienes lo escribían no tenían más remedio que hacerlo para no caer en una situación irremediable.
Pero había un cuento de esos con ilustraciones que sobresalía por encima de todos los demás: el del niño negro que quería ser blanco. En serio: el niño negro que quería ser blanco. Era esta la historia de un niño negro que no estaba contento con su raza y quería a toda costa volverse blanco; una especie de Michael Jackson pero en cutre, porque el niño negro era pobre, desde luego, y todo lo que deseaba era mejorar de algún modo y eso, siendo negro, se ve que era más complicado que ahora. Bueno, pues el niño negro empleaba todas las técnicas que tenía a mano para conseguirlo. Primero se hartaba de meterse en agua y frotarse con un cepillo y jabón, pensando que más que negro lo que le pasaba es que era un cerdo y por eso tenía el color oscuro. Creo recordar que incluso se colgaba al sol de una cuerda junto a algunas camisas y pantalones, porque en aquélla época no se estilaba tender la ropa interior sino la de honrado trabajador, por lo menos en los cuentos de niños negros, y allí pasaba las horas quizás pensando que el astro rey blanquearía su piel como hacía con la pintura de las ventanas. También probaba a beber grandes cantidades de leche para intentar similar el color y yo creo que no tenía diarrea porque a la diarrea le pasaba lo mismo que a la ropa interior, que si no habría muerto ahogado por sus propios excrementos.
Como no podía ser de otro modo, el niño estaba desesperado de verse tan negro, fallo tras fallo arrugado y con heridas del agua y el cepillo, escondiendo su diarrea como buenamente podía hasta que, en un arrebato de inspiración, recurre a pedírselo a la Virgen, confiando en que estaría lo suficientemente desocupada como para atender semejante petición; pero de todos es sabido que nuestros problemas siempre nos resultan importantes y así deben de ser para todos los demás, vírgenes o no.
 Y entonces se le aparece la Virgen, porque el niño negro, además de gilipollas, era de una bondad casi infinita e incapaz de la menor maldad, proclive a las buenas obras y al respeto en general hacia todos quienes le mandaban, y jamás se le había conocido ninguna acción escandalosa o perjudicial para sus semejantes porque era, en suma, un pardillo.
Total, que la Virgen, tras explicarle que el milagro le era concedido por sus buenos hechos, obra en consecuencia y ¡oh! el niño negro ahora es rubito y blanco como una tiza, con los ojitos azules y una patética sonrisa de querubín. Y fin de la historia. Aquí acababa el cuento, con la moraleja de que las buenas obras y el buen comportamiento siempre tienen recompensa. El problema es que la última imagen del cuento muestra al niño justo antes de mirarse al espejo, y por ello con una espléndida sonrisa en los labios; espléndida pero de negro, porque si bien el niño ya era blanco, era blanco con labios, pelo y cabeza de negro, o sea, un negro blanco, que también hay que tener mala leche para hacerle esa putada a la criatura. Y aquí quedaba esta imagen final de un negro blanco como si fuese un premio envenenado, mientras el padre del infante pasaba por cornudo y los negros del barrio se descojonaban de él condenándolo al limbo de los colores falsos, apartándolo de ellos hasta que, supongo, hiciese un pacto con el diablo para que le devolviese su color original a cambio de su alma, si es que todavía le quedaba algo.

Besos castos.