Una de las ventajas de tener un amigo cuyo hermano es mucho
mayor que él es poder investigar en las cosas que ocuparan su infancia y que te
parecen muy distintas a las tuyas, casi como si del día a día de alguna
generación perdida se tratase. En mi caso, las publicaciones infantiles de mi época me parecen ahora
terriblemente moñas, pero los de la época del hermano de mi amigo eran
sencillamente surrealistas, o eso nos parecía: tebeos de héroes de cartón
piedra y moralina rancia, con colores denostados antes de lo Pop (cuando los
había), guerreros incansables pero inexplicablemente atractivos para sus
compañeros de historia por lo pesados que resultaban ser… una galería que no
podía ser siniestra por lo cándida, y que siempre me hizo pensar en que quienes
lo escribían no tenían más remedio que hacerlo para no caer en una situación
irremediable.
Pero había un cuento de esos con ilustraciones que
sobresalía por encima de todos los demás: el del niño negro que quería ser
blanco. En serio: el niño negro que quería ser blanco. Era esta la historia de
un niño negro que no estaba contento con su raza y quería a toda costa volverse
blanco; una especie de Michael Jackson pero en cutre, porque el niño negro era
pobre, desde luego, y todo lo que deseaba era mejorar de algún modo y eso,
siendo negro, se ve que era más complicado que ahora. Bueno, pues el niño negro
empleaba todas las técnicas que tenía a mano para conseguirlo. Primero se
hartaba de meterse en agua y frotarse con un cepillo y jabón, pensando que más
que negro lo que le pasaba es que era un cerdo y por eso tenía el color oscuro.
Creo recordar que incluso se colgaba al sol de una cuerda junto a algunas
camisas y pantalones, porque en aquélla época no se estilaba tender la ropa
interior sino la de honrado trabajador, por lo menos en los cuentos de niños
negros, y allí pasaba las horas quizás pensando que el astro rey blanquearía su
piel como hacía con la pintura de las ventanas. También probaba a beber grandes
cantidades de leche para intentar similar el color y yo creo que no tenía diarrea
porque a la diarrea le pasaba lo mismo que a la ropa interior, que si no habría
muerto ahogado por sus propios excrementos.
Como no podía ser de otro modo, el niño estaba desesperado
de verse tan negro, fallo tras fallo arrugado y con heridas del agua y el
cepillo, escondiendo su diarrea como buenamente podía hasta que, en un arrebato
de inspiración, recurre a pedírselo a la Virgen, confiando en que estaría lo
suficientemente desocupada como para atender semejante petición; pero de todos
es sabido que nuestros problemas siempre nos resultan importantes y así deben
de ser para todos los demás, vírgenes o no.
Y entonces se le
aparece la Virgen, porque el niño negro, además de gilipollas, era de una
bondad casi infinita e incapaz de la menor maldad, proclive a las buenas obras
y al respeto en general hacia todos quienes le mandaban, y jamás se le había
conocido ninguna acción escandalosa o perjudicial para sus semejantes porque
era, en suma, un pardillo.
Total, que la Virgen, tras explicarle que el milagro le era
concedido por sus buenos hechos, obra en consecuencia y ¡oh! el niño negro
ahora es rubito y blanco como una tiza, con los ojitos azules y una patética
sonrisa de querubín. Y fin de la historia. Aquí acababa el cuento, con la
moraleja de que las buenas obras y el buen comportamiento siempre tienen
recompensa. El problema es que la última imagen del cuento muestra al niño
justo antes de mirarse al espejo, y por ello con una espléndida sonrisa en los
labios; espléndida pero de negro, porque si bien el niño ya era blanco, era
blanco con labios, pelo y cabeza de negro, o sea, un negro blanco, que también
hay que tener mala leche para hacerle esa putada a la criatura. Y aquí quedaba
esta imagen final de un negro blanco como si fuese un premio envenenado,
mientras el padre del infante pasaba por cornudo y los negros del barrio se
descojonaban de él condenándolo al limbo de los colores falsos, apartándolo de
ellos hasta que, supongo, hiciese un pacto con el diablo para que le devolviese
su color original a cambio de su alma, si es que todavía le quedaba algo.
Besos castos.
Besos castos.